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Testigos del éxodo

“Me llamo Mohammed”

por Miguel Ángel García,
corresponsal de TVE en Berlín

En la estación de Múnich, a primeros de septiembre, aquel hombre con un niño al cuello y otro de la mano era uno de las decenas de miles que llegaban cada día. Ni siquiera tuve tiempo de preguntarle su nombre. Empujado por la marea que bajaba del tren, conducido entre un cordón de policías, sólo tuve tiempo de acercarme hasta él y preguntarle de dónde venía. De Afganistán, me dijo. Lo imaginaba. Por su aspecto. Un hombre enjuto, fibroso, con la piel ennegrecida del sol, marcada por las arrugas. Probablemente no tenía más de 45 años, pero aparentaba 70.

En un inglés rudimentario me dijo algo que me dejó asombrado: venía al frente de un grupo de 15 niños y mujeres, todos hijos e hijas, nietos y nietas, sobrinas y sobrinos que le seguían por el andén y me miraban curiosos, como si yo fuera un ser exótico.

Cuando le pregunté cuánto había pagado para viajar con toda la familia sólo torció un poco la cabeza y bajó la vista al suelo: mucho dinero, mucho, todo lo que tenía. Pero la historia de este hombre y su familia no es ninguna excepción, ni mucho menos. En la frontera de Eslovenia con Austria, un grupo sentado en el suelo, esperando que les dejen pasar a Austria, me cuenta que son 25 miembros de una misma familia de Damasco. Han vendido todo lo que tenían y se han puesto en camino hacia Europa. Unos se quedarán en Alemania, otros irán a Suecia. Me dicen que tienen que repartirse, porque tienen conocidos en esos países y así esperan salir adelante. Casi todos eran jóvenes entre 12 y 30 años. ¿Podemos imaginarnos algo así en nuestras vidas?

Al ver a los miles de personas que pasaban delante de mí, en la frontera austriaca, en Múnich, no podía evitar pensar en que tenían que tener muy fuertes razones para iniciar un viaje así, sabiendo que van a perder hasta el último céntimo, que les pueden robar o violar durante el viaje, que pueden morir ahogados en el Egeo o el Mediterráneo, o incluso, ahora que llega el invierno, de frío en los campos de Macedonia, Serbia, Croacia, Eslovenia.

He visto pasar delante de mis ojos a muchos niños, ancianos, discapacitados. Los he visto dejarse caer agotados en el suelo, dormir sobre el cemento o en la tierra, ajenos a la multitud y el griterío, con zapatos sucios de barro, con las señales del cansancio, el hambre y la sed en la cara.

"Me llamo Abdulah, soy de cerca de Mosul, soy periodista y he huido porque allí ISIS es muy fuerte y, tarde o temprano, me matarían."

Muchos me han contado muy rápidamente su historia: "Me llamo Abdulah, soy de cerca de Mosul, soy periodista y he huido porque allí ISIS (Estado Islámico) es muy fuerte y tarde o temprano me matarían." Pero lo que más me ha sorprendido es que casi todos estaban contentos. Yo asistía a un drama y ellos estaban viviendo el nacimiento de una esperanza. Esperaba encontrarles traumatizados, llorando, asustados, implorantes.

Y lo que me he encontrado es a miles de personas sin absolutamente nada en la mochila, pero contentos de haber llegado hasta aquí.

Muchos de ellos son adolescentes. Huyen porque de un día para otro alguien les iba a dar un fusil y la orden de disparar. Y claro, muchos huyen también del hambre.

Afganistán se está vaciando de sus jóvenes más preparados. Tienen pocas posibilidades de conseguir el asilo. Los políticos alemanes tendrían muy difícil explicar a su gente que, después de haber enviado soldados a luchar allí, después de haber dado muchos millones para la reconstrucción, ahora los jóvenes afganos quieren huir y vivir aquí. ¿Por qué huir de la guerra da derecho al asilo y huir del hambre no? ¿Qué es peor, morir por una guerra o morir de hambre?

La mayoría se llaman Mohammed. Con eso quiero destacar dos cosas: la primera, que todos tienen nombre y apellido. Y la segunda, que la mayoría son musulmanes. Pueden parecer dos obviedades, pero no lo son.

Cuando hablamos de refugiados, y tenemos que hablar de decenas, cientos de miles, millones, las cifras convierten el destino de millones de personas, con nombre y apellidos, en un problema político. Y en un problema político de primera magnitud.

Éste será un problema que durará décadas, porque la mayoría vienen para quedarse. Donde sea. Todos dicen Alemania, pero se quedarían en el primer lugar en que les dieran una cama, una comida caliente y perspectivas para vivir por sí mismos en unos meses.

Y uno se inquieta cuando, como en el caso de Abduláh, me pide consejo sobre un país donde quedarse. Le aconsejo Austria.

Me inquieto porque con mi consejo seguramente marcaré su vida, para bien o para mal.

Unos metros más allá de donde yo hablaba con Abdul, a la entrada de Austria, unos 200 ultraderechistas protestaban contra los refugiados. La primera impresión que recibían de su destino soñado, era, pues, un "lárgate". Pero da igual. Después de los que dejaban atrás esa manifestación de "Pegidiotas" sólo era un inconveniente menor.

Con ellos ha llegado algo de lo que todos hablábamos pero no entendíamos: la globalización. Hasta ahora, ese concepto era un ‘smartphone’, internet, viajes baratos, Alemania vendiendo coches hasta en una isla de la Polinesa de 3 kilómetros cuadrados… Ahora es algo más.

La globalización, decía Merkel el otro día, también tiene otra cara. Hasta ahora habíamos asistido a la globalización de la técnica, ahora, empezamos a asistir a la dimensión humana de la globalización.

Las fronteras ya no significan nada.