ASÍ FUE EL TSUNAMI

Por Estefanía de Antonio

Apenas quedaban dos minutos para los ocho de la mañana del 26 de diciembre de 2004 cuando la tierra tembló a 3.000 metros de profundidad en el Oceáno Índico, a 120 kilómetros al oeste de Sumatra. Fue el último amanecer para 230.000 personas.

El tsunami arrasó las paradisíacas costas de Tailandia, Indonesia, La India, Sri Lanka y otros archipiélagos del sureste asiático.

El terremoto de Sumatra-Andamán es el tercer seísmo más grande registrado en la historia y el más duradero, entre 8 y 10 minutos.

De intensidad 9,3 en la escala Richter, liberó la energía de 23.000 bombas atómicas como la de Hiroshima, una potencia suficiente como para hacer que el planeta vibrara un centímetro. Olas de hasta 20 metros viajaron por el océano a 700 kilómetros por hora, la velocidad de un avión a reacción. Las más pequeñas llegaron a 5.000 kilómetros del epicentro, hasta Somalia.

Imagen aérea de una playa cerca de la ciudad de Madrás (India) que muestra cómo el agua se retiró antes de llegar la gran ola. Foto: REUTERS/Babu.

El movimiento sísmico elevó el fondo marino varios metros sobre una superficie de miles de kilómetros cuadrados ocasionando un maremoto que engulló ciudades enteras. Cambió los mapas. Los primeros en sentir su fuerza fueron los habitantes de Banda Aceh, en Indonesia. Los supervivientes recuerdan que la sacudida se escuchó como el rugido de un tren de carga. Un instante después, nada quedaba en pie. Todo se vio reducido a agua, lodo y cadáveres.

De las 230.000 personas que, se estima, perdieron la vida, 43.000 siguen desaparecidas. Pero aún hoy no hay una cifra oficial de muertos. La magnitud de la tragedia hizo que se dejaran de contar cadáveres. Muchos cuerpos fueron enterrados en fosas comunes, sin identificar. No hubo dignidad en la despedida.

Indonesia fue el país más afectado. Allí murieron 165.000 personas. Televisión Española fue uno de los primeros medios internacionales en llegar a la zona cero del tsunami. "Las calles ya no existían, se habían transformado en superficies inundadas donde aparecían encallados barcos pesqueros que las olas gigantes lanzaron como proyectiles", recuerda Almudena Ariza.

Los primeros días todos los focos se habían centrado en Tailandia, donde el desastre sorprendió a los miles de turistas que disfrutaban de las vacaciones navideñas en los complejos de lujo de las idílicas playas de Phuket o Khao Lak.

Las imágenes de videoaficionados grabaron la mayor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial.

Los suecos, británicos, alemanes, en definitiva todos los que pudieron pagarse un pasaje de avión, pronto abandonaron el infierno. Con su trauma, sus escasas pertenencias y en muchos casos el dolor de haber perdido a un ser querido. Allí, en una postal de devastación, dejaron a las víctimas más invisibles: los camareros birmanos sin papeles, los pescadores indonesios sin barcas, los profesores de Sri Lanka sin alumnos.

Cientos de cadáveres siguieron durante días abandonados en las calles, en los ríos, junto a puentes destruidos, bajo las casas pulverizadas. En Banda Aceh el esfuerzo era tan ingente que los equipos de rescate tuvieron que echar mano de elefantes asiáticos para recuperar a los muertos. Apelaron a su fuerza para mover escombros y a su instinto para oler la vida. Y también la muerte.

En medio de tanta desolación los supervivientes vagaban sin rumbo. Aferrados al último recuerdo de sus familiares y amigos, desaparecidos entre las olas. "Madre" fue el grito que oyó Yilda tan sólo un instante antes de sumergirse en un mar de maderas y angustia. El agua le arrebató de entre sus brazos a su hijo. "También perdí a mi padres y a mi madre, a mi hermana mayor y a mi sobrina. Todo quedó destruido", dice al equipo de TVE que, diez años después, ha vuelto a Banda Aceh a tomarle el pulso a la generación tsunami.

Cinco millones de personas en 12 países se quedaron sin lo más básico. Sri Lanka y la India fueron los dos países más damnificados, después de Indonesia. Somalia, Bangladesh, Seychelles, Maldiva, Kenia y hasta Tanzania recibieron el impacto del tsunami. En todos hubo muertos.

Más de un millón de personas perdieron sus hogares. Los más afortunados pudieron refugiarse en campamentos de desplazados. Los niños fueron doblemente golpeados. 35.000 menores quedaron huérfanos sólo en Indonesia, expuestos a la prostitución y a la explotación.

Pero el sureste asiático ha logrado rehacerse. La otra cara del tsunami fue la marea de solidaridad que en pocos días fluyó desde todas partes del mundo. Una recaudación de 14.000 millones de dólares que ha transformado la región aunque aún haya cicatrices abiertas

Apenas quedaban dos minutos para las ocho de la mañana del 26 de diciembre de 2004 cuando Leo cogía su taxi en Banda Aceh, Lucía salía a bucear en las Maldivas, y Harlina paseaba por última vez con su marido y sus tres hijos.

Estas son sus historias.

GENERACIÓN TSUNAMI

Por Érika Reija,
enviada especial a Indonesia en 2014

10 años después, salimos en busca de esa historia capaz de reflejar el enorme drama humano del tsunami. Recorrimos las costas de Tailandia e Indonesia devastadas en 2004. Sus playas, sus pueblos, los barrios marginales, los proyectos de las ONG… Y, de repente, la historia más conmovedora nos encontró a nosotros.

Estábamos hablando con algunos supervivientes en el hospital Abidín, el principal de Banda Aceh, en la isla de Sumatra. Harlina se acercó a nosotros cojeando y se presentó a bocajarro: "Yo también soy una víctima del tsunami".

Sin darnos siquiera tiempo a responder, Harlina se levantó un poco el pantalón para mostrar su pierna ortopédica. Y empezó a relatar su tragedia, casi como una necesidad.

Asustados por la tremenda sacudida del terremoto de 9 grados en la escala de Richter, Harlina salió de su casa con su marido y sus tres hijos, de diez, siete y dos años y medio. Cuando la gente empezó a gritar que el agua venía, los cinco juntos se subieron a una moto (algo habitual en Indonesia) y trataron de huir. No lo lograron. La carretera estaba atascada y una ola gigante les embistió de lleno.

Harlina intentó escapar en moto de la ola, junto a su marido y sus hijos. No les dio tiempo y ella los perdió a todos. Foto: TVE

Harlina no pudo sujetar a sus niños, engullidos por el agua. Tras ser arrastrada cientos de metros, consiguió agarrarse en la cima de un tejado. ¡Esa era la altura que alcanzaron las olas! Allí pudo salvarse, con el agua hasta la boca. Pero el impacto de todo tipo de objetos dentro del agua le había dejado heridas graves, especialmente en una pierna.

Durante muchos días, no tuvo ninguna asistencia sanitaria. También los hospitales estaban destruidos. Cuando los médicos llegaron para atenderla, era demasiado tarde. Su pierna sufría gangrena y había que amputar. Lo hizo un doctor llegado de Nueva Zelanda. El 17 de enero de 2005, una fecha marcada a fuego en su memoria. En el mismo hospital de Abidín, donde ahora trabaja Harlina. Entonces, dice, no le preocupaba tanto la pierna como volver a abrazar a su marido y a sus tres pequeños.

"Mientras estaba ingresada, todavía tenía esperanza de verles de nuevo. Durante 40 noches soñé con ellos. Veía a mis niños volando, como mariposas. Sonreían y estaban felices. Un día, al despertar, me di cuenta de que debían de estar ya en el cielo. De que Dios los había llamado a su lado. Ahora sueño con el día en que nos encontraremos todos allí, en el cielo".

Es el desgarrador testimonio de esta madre rota por el tsunami. La suya recuerda a la historia de María Belón, la española que inspiró la película "Lo imposible". Solo que en el caso de Harlina, como en el de la mayoría de las víctimas, no hay final feliz. Harlina sí perdió la pierna, a su marido y a sus tres hijos.

A pesar de todo el sufrimiento, Harlina no se ha rendido. Es una mujer admirable, una luchadora. Ha sabido encontrar la fuerza de levantarse y aprender de nuevo a caminar.

Ahora, en el hospital de Abidín ayuda a otras personas que pasan por este duro proceso. Les entiende mejor que cualquier psicólogo.

Durante la entrevista que le hicimos para el documental "Generación Tsunami", nos sorprendió la entereza de esta mujer, que acaba de cumplir 44 años. No derramó ni una sola lágrima, a pesar de estar relatando una experiencia tan traumática.

No contenía el llanto por ella, si no por su anciana madre, sentada a su lado y enferma del corazón, a la que no quiere dar más disgustos. Es otro ejemplo de la generosidad de esta mujer, arrollada por la vida.

Como ella, muchos habitantes de las zonas devastadas perdieron a la mayor parte de su familia aquel 26 de diciembre. Roni Nourian es un huérfano del tsunami. En cuestión de segundos, el mar le arrebató su casa, sus padres, su infancia… Todo lo que creía sólido y seguro.

Le hemos conocido junto al solar de su antigua casa, de la que solo quedó eso: el suelo. Nos cuenta que ha necesitado10 años para superar el trauma y volver a este lugar, donde está levantando con sus manos un nuevo hogar. Quiere vivir aquí otra vez, junto a su esposa y el hijo que están esperando.

Muchas cosas han cambiado en la región indonesia de Aceh desde el tsunami y, quizás, gracias a él. Ahora los niños estudian en la escuela cómo reaccionar y ponerse a salvo en caso de un maremoto. Para que una tragedia como la de 2004 jamás se repita. También estudian que aquel desastre puso fin a 30 años de una sangrienta guerra civil.

Conmocionados por casi 200 mil muertos en las calles, los guerrilleros separatistas del GAM (el Movimiento de Aceh Libre) y el gobierno indonesio decidieron sentarse a negociar. Pocos meses más tarde y con mediación internacional alcanzarían un acuerdo de paz, que se mantiene hasta hoy.

En "Generación Tsunami" escucharemos también la increíble historia de Irwandi Yousuf, jefe militar de los rebeldes "liberado por el tsunami". Así explica él mismo su salida de la cárcel, donde cumplía condena por participar en la lucha armada. El maremoto destruyó los muros de la prisión. Decenas de reclusos murieron ahogados, mientras Irwandi aprovechó la ocasión para escapar.

Nadie podía imaginar entonces que este separatista se convertiría en el primer gobernador elegido democráticamente en Aceh. Desde entonces, antiguos guerrilleros dominan el panorama político en esta región, donde cuesta encontrar a simple vista huellas del tsunami.

La catástrofe también trajo una marea de solidaridad internacional, que puso en marcha una de las mayores operaciones de reconstrucción de la historia. Hoy, las calles de Aceh lucen renovadas, con mejores infraestructuras y unas viviendas, en teoría, más seguras. Nadie diría a simple vista que esta fue la zona cero del tsunami, la más cercana al epicentro y, por tanto, la más golpeada por las olas. Y, sin embargo, aquella tragedia deja heridas y cicatrices muy profundas, que el tiempo no ha podido borrar y que marcarán, sin duda, a toda una generación, la generación tsunami.

BANDA ACEH, ZONA CERO

Por Almudena Ariza,
enviada especial a Indonesia en 2004

Los indonesios lloran por dentro. Me lo decía Leo, la primera persona que conocí hace ahora diez años cuando llegué a Banda Aceh, en el norte de la isla indonesia de Sumatra.

Acabábamos de aterrizar en el minúsculo y caótico aeródromo que hacía las veces de aeropuerto y que había resistido milagrosamente el paso del tsunami. Mientras Paco Magallón y Andrés Rojano, mis compañeros de equipo, luchaban por recuperar el equipaje enterrado entre cientos de maletas y bultos, yo fui en busca de lo que llamamos un fixer, alguien que supiera algo de inglés y que nos pudiera llevar a la zona más afectada.

Me topé con Leo, un chico de 20 años, que parecía muy humilde y me dijo que trabajaba de taxista. Me gustó desde el primer momento. Y le pedí que nos hiciera de guía y nos llevara a la zona devastada. "¿Devastada? Todo es ya una zona devastada", me vino a decir entonces. Pocos minutos después vimos, por primera vez, la llamada 'Zona Cero'.

Llegar hasta Banda Aceh no había sido fácil. Habíamos viajado desde Tailandia, donde recorrimos las áreas afectadas por el tsunami que había causado centenares de muertos, en muchos casos familias que habían elegido ese país como destino para unas vacaciones navideñas de ensueño.

Si nos pareció duro lo que oímos y vimos durante esos días no podíamos ni imaginar lo que nos esperaba en Indonesia.

Al tratar de entrar en ese país por Yakarta, la capital, la policía nos detuvo. Ningún occidental podía llegar hasta Aceh, una provincia que llevaba 30 años aislada por la guerra contra los separatistas del GAM, combatientes radicales. Sólo un permiso especial autorizaba la entrada. Yo no lo tenía y el simple hecho de querer viajar hasta allí ya nos hizo resultar sospechosos. Tras un calvario de gestiones diplomáticas y varios vuelos locales, aterrizamos finalmente en Banda Aceh, la ciudad más cercana al epicentro de la catástrofe que estábamos a punto de descubrir junto a Leo.

Lo que vimos nada más llegar nos heló la sangre. Era realmente el infierno. Una ciudad con casi medio millón de habitantes aparecía ante nuestros ojos reducida a un inmenso solar plagado de montañas de escombros.

UNA SEMANA DESPUÉS DEL TSUNAMI LOS CADÁVERES AÚN SE AMONTONABAN EN LAS CALLES, ALGUNOS CUBIERTOS CON PLÁSTICOS, OTROS, NO.

No existían ni medios ni energía humana para recogerlos. Muchos cuerpos flotaban en el río, hinchados, y algunos vecinos, con sus pequeñas barcas trataban de recuperarlos. Lo hacían con palos o largas ramas. Era desolador ver esa titánica lucha de unos pocos por recoger a sus muertos.

Las calles ya no existían, se habían transformado en superficies inundadas por el agua o el barro y donde aparecían encallados barcos pesqueros que las olas gigantes lanzaron como proyectiles. Las inundaciones habían provocado riadas que arrastraban cascotes, coches destruidos, tejados, farolas, todo lo imaginable. Incluso restos humanos. Los supervivientes vagaban con la mirada perdida, incapaces de asimilar la tragedia, incrédulos y sin respuesta ante tamaña crueldad del destino.

"Los indonesios lloran por dentro", nos repetía Leo cuando entrevistábamos a algunos vecinos que relataban la muerte de sus hijos, sus amigos, sus vecinos. Muchos perdieron a toda su familia. Otros convivieron con los fallecidos durante días porque no había cómo enterrarlos ni sabían qué hacer con sus cuerpos. Pero qué entereza, qué serenidad, qué valor mostraban ante una realidad que nadie podía ser capaz de entender. Luchaban por sobrevivir y ni siquiera derramaban lágrimas.

Hablé con una madre atormentada que había perdido a un hijo. Se le escurrió de la mano cuando llegaron las olas. A otro lo pudo salvar. Pero ella no atribuía a ninguna causa geológica lo ocurrido y nos decía que era la voluntad de Alá.

En Banda Aceh fallecieron más de 100.000 personas, una cuarta parte de la población. Muchos creyeron que el hecho de que algunas mezquitas quedaran en pie apoyaba el argumento divino. La realidad es que las mezquitas estaban construidas con hormigón y no eran como las casas de adobe o de ladrillos de la mayoría.

La solidaridad internacional que provocó el tsunami fue la mayor que nunca ha generado una catástrofe. Casi 7.000 millones de dólares llegaron para socorrer a los países afectados. Pero tardó en hacerse efectiva. El mundo no estaba preparado para hacer frente a un desastre de tales dimensiones. Eso prolongó el sufrimiento de los supervivientes, quienes durante los primeros días no disponían de agua ni de alimentos suficientes, ni refugio, ni hospitales, ni de medios para enterrar a sus muertos, que tuvieron que ser depositados - sin identificar - en fosas comunes.

A las pocas semanas, se inició el camino hacia la reconstrucción, que ha durado años y que ha transformado Banda Aceh en una nueva ciudad, esperanzada y luchadora aunque aún llena de profundas cicatrices.

En estos últimos diez años he vuelto allí en varias ocasiones y siempre he visto lo mismo. Gente marcada por las heridas pero dispuestas a aprender lecciones del pasado. Reconstruyeron sus casas y reactivaron su actividad comercial. Acabaron con la guerra y recuperaron la paz. Y su experiencia ayudó al mundo a aprender nuevas estrategias de evacuación y de sistemas de alerta que antes no existían.

Hoy, todos tenemos una enorme deuda con Banda Aceh y con sus gentes. Yo, una muy grande. Recibí una inolvidable lección de humanidad que me ayudó a hacer una de las coberturas periodísticas que más me ha marcado. Y además, me proporcionó una gran alegría.

Francisco Magallón y Almudena Ariza, 2004

LEO DEJÓ DE SER TAXISTA Y SE CONVIRTIÓ EN CÁMARA DE TELEVISIÓN. HOY, TRABAJA COMO REPORTERO EN UNA TELEVISIÓN LOCAL Y SIGUE CONTANDO HISTORIAS SOBRE BANDA ACEH.

RECONSTRUCCIÓN EN TIEMPO RÉCORD

Por Mario Vallejo

El tsunami dejó sin casa a cientos de miles de personas. La ingente solidaridad llegada de todas partes del mundo hizo que en cuestión de meses se levantaran más viviendas de las que se necesitaban. Pero diez años después, algunas víctimas de aquella catástrofe han tenido que volver a instalarse en precarias construcciones a pocos metros del mar… Son las contradicciones de la reconstrucción de las zonas afectadas por el maremoto que el 26 de diciembre de 2004 barrió las costas del sureste asiático.

La destrucción de unos 141.000 hogares supuso el 48% de los daños cuantificados económicamente, según la Coalición de Evaluación del Tsunami creada por unas 50 instituciones (agencias de la ONU y ONG internacionales) que examinaron su propio trabajo sobre el terreno.

En total, este organismo calculó en 9.900 millones de dólares (unos 8.000 millones de euros al cambio actual) las pérdidas directas causadas en el sureste asiático. Pero igual de impresionante que la marea de destrucción fue la oleada de solidaridad y los diferentes organismos, que recaudaron 14.000 millones de dólares.

Y con todo, siempre según el mismo organismo, nueve de cada diez indonesios dijo que la primera y principal ayuda que recibieron fue de manos de sus propios vecinos o familiares. Del mismo modo, una gran parte de la ayuda canalizada por las organizaciones internacionales procedía de donaciones de particulares.

Durante 5 años, estuvieron reconstruyendo zonas como esta costa Meulaboh, en Indonesia. Foto: AFP / Bay ISMYO

Todo eso hizo posible que en las zonas más afectadas la ayuda fuese de varios miles de euros por persona, mientras que en otras catástrofes de aquella época, como las inundaciones de Mozambique, apenas se recaudasen unos 4 euros por ciudadano. "Se puso de manifiesto la naturaleza arbitraria del actual sistema de financiación para las emergencias", señala el informe final realizado en 2007 de esa Coalición, que también destaca errores de coordinación y falta de eficiencia.

"Las agencias proporcionaron más barcos pesqueros que los se que se habían perdido, incluso allí donde el agotamiento de las reservas de peces había sido una preocupación con anterioridad al tsunami", explica la Coalición.

"Había más viviendas [nuevas] que gente que podía vivir en ellas y más barcos y redes que pescadores", confirma Mingming Remata-Evora, directora para Indonesia de la organización no gubernamental para la infancia Plan Internacional, en declaraciones a la Voz de América.

Después de la pesca, sector que quedó destrozado completamente, los siguientes más afectados fueron el turismo y la agricultura y ganadería. En total, 600.000 personas perdieron su modo de vida en Aceh.

Pero además de las viviendas y las empresas, las agencias también se volcaron en las infraestructuras. Hasta tal punto que uno de los responsables locales de la reconstrucción dice que en la provincia de Aceh están las únicas carreteras locales asfaltadas de todo el país.

El área más relegada quizá fue la medioambiental, pese a sus implicaciones en el turismo y la pesca, y solo unos años después se están empezando a ver los resultados de algunos proyectos. Por ejemplo, con la recuperación de algunos manglares, que sirven de defensa natural ante los maremotos. Para añadir más seguridad la normativa impedía reconstruir a menos de 300 metros de la costa, pero algunas casas siguieron levantándose dentro de ese límite.

"No puedo permitirme vivir en otra parte. Así que, aunque tenga miedo, tengo que volver aquí", explica Samsul Bahri, un vendedor de pescado cuya mujer murió en la casa que tenían junto a la playa. Un caso paradigmático de aquella tragedia, en la que murieron un 25% más de mujeres que hombres. Y un caso que también supone un golpe de cruda realidad sobre la reconstrucción, que sí ha conseguido recuperar la economía de las áreas más dañadas, pero sin cambiar sustancialmente los desequilibrios de género y clase.

"VIVÍ EL TSUNAMI BAJO EL AGUA, BUCEANDO"

Por Miriam Hernanz

Tres horas después de que la tierra temblara, la ola llegó a Islas Maldivas. Más de 2.500 kilómetros de distancia separan al país más bajo del mundo del epicentro del terremoto. Cuando el tsunami golpeó las islas del archipiélago la ola no superaba el metro y medio de altura. Fue suficiente para arrasar con todo.

Un metro y medio es también la altura media de este paraíso natural, ubicado en el medio de la nada del Océano Índico. Las consecuencias fueron terribles: una veintena de islas quedaron totalmente cubiertas por el agua y más de un centenar de personas murieron ahogadas.

En una de las 200 islas habitadas de Maldivas había una familia española, que había llegado tres días antes para pasar sus vacaciones de Navidad.

"Cuando la ola pasó, yo estaba debajo del agua. Esa mañana habíamos salido pronto a hacer submarinismo, la primera vez que bucee a más de 10 metros de profundidad. No viví el pánico, porque cuando volví a la superficie ya todo había pasado".

Quien así habla es Lucía, nombre falso, la hija mayor de esta familia. Entonces tenía 21 años y hoy, 10 años después, cuenta por primera vez a un medio de comunicación cómo vivió en primera persona el tsunami.

Imagen aérea de una de las 200 islas habitadas de la República de Maldivas. Foto: Flicker/presidencymaldives

"De madrugada, sobre las seis de la mañana, me desperté porque sentí el temblor en el bungaló. Pero era un complejo turístico y estaba construido sobre el agua. Al mirar por la ventana no vi nada raro, todo era agua, nada se movía . Me volví a la cama y en algo menos de dos horas después nos levantamos para ir a desayunar y salir a bucear. Era nuestro tercer día en las Maldivas.

Nos llevaron en un barquito a un atolón más profundo, al sur de nuestra isla. Acabábamos de sumergirnos cuando empezamos a notar unas corrientes brutales que nos impedían avanzar y que al cabo de un rato nos obligaron a agarrarnos a los corales. Parecíamos banderitas ondeando bajo el agua. La ola se estaba acercando y nosotros ni nos lo imaginábamos. De hecho, en aquel momento a mí solo se me ocurrió pensar que no me gustaba demasiado el submarinismo a más de diez metros bajo el nivel del mar, con tantas corrientes, tanto esfuerzo nadando para no avanzar nada y ni siquiera ver peces. Poco sabía yo que estaba nadando a través de un tsunami.

Intentamos llegar al otro lado del atolón, pensamos que allí no habría tanta corriente pero, de golpe, notamos incluso más. Así que regresamos hasta el punto donde estaba la cuerda del ancla y nos agarramos a ella. La ola en un segundo nos subió y a, al llegar al barco, me di cuenta de que me sangraba la nariz. Una vez en la superficie, todo seguía igual. Estábamos en medio del océano y no había forma de notar la 'huella' de la ola.

Al regresar en el barco hacia nuestra isla, pasamos por otra isla y vimos el primer síntoma: un bungaló destruido. Nadie sabía entonces qué era un tsunami y pensamos que había sido consecuencia del terremoto de la mañana. Cuando llegamos a mi isla, lo primero que vimos fue a una chica pasando lista y feliz de encontrar a las últimas personas que no había ubicado, nosotros. Vi que había una silla colgando de una palmera y un grupo de gente subida al tejado de la recepción del hotel, el punto más alto que encontraron. La hora del desayuno acababa pronto, así que a las 9 de la mañana cuando todo pasó la mayoría de los turistas estaban en pie y ya de regreso a sus habitaciones para terminar de prepararse.

Hubo mucha gente que se quedó atrapada en el bungaló. La primera ola anegó las habitaciones, la segunda arrasó con todo y muchos tuvieron que tirar la puerta abajo a patadas para salir de allí. Todo había sido fulminado por la fuerza del agua, que aunque no alcanzó la altura de Tailandia o Indonesia sí nos sacudió con muchísima potencia.

"En realidad, nunca viví el pánico que sintió todo aquella gente, solo viví las consecuencias. Me enfrenté al tsunami más como una voluntaria que intentaba auxiliar que como una superviviente. Yo no tuve miedo porque no ví la ola llegar, solo fui testigo de lo que había hecho.

En mi bungaló, no quedaba nada, solo los pilares de cemento y el baño, que era parte de la estructura de base en cemento. Las paredes, suelo y techo de madera habían desaparecido. Pero ocurrió algo que fue como una carambola y nos facilitó luego las cosas. Cuando lo cuento parece mentira.

Nuestra ropa estaba colgada en las perchas y en las maletas sólo guardábamos el dinero y los pasaportes. La ola, no sabemos todavía muy bien cómo, empujó la maleta dentro del baño que fue de lo poco que aguantó la embestida. Así, lo único que recuperamos fue la maleta, con los pasaportes y el dinero totalmente mojados.

Pero el recuerdo de ese primer momento que se ha quedado grabado en mi memoria fue ver a la única amiga que había hecho esos días sentada al borde de la playa junto a su madre en estado de shock. Nos habíamos conocido dos días antes, en la fiesta de Nochebuena del hotel y era la hija del gerente del complejo hotelero. Era una chica joven, de mi edad y allí casi todos eran mucho más mayores así que nos pasamos la noche charlando. Su madre y ella habían venido desde Sri Lanka, de donde eran originarios, a pasar esas fechas con su padre en el hotel.

Él fue la única persona que murió en toda la isla. La ola le sorprendió en la zona más baja y se ahogó. Vi cómo un trabajador del hotel abría la mano de la madre y depositaba en ella el anillo y las joyas del gerente. Así les dijeron que había muerto. La chica, con la que había estado bailando dos días antes, era hasta ese momento afortunada: iba a estudiar en la universidad y tenía una familia que la quería y que tenía dinero. La ola se lo llevó todo. A medida que pasaron las horas, la gente fue tranquilizándose. Unos seguían en shock pero otros asumieron un papel más activo para intentar organizarnos.

De las cosas que más me impresionaron fue que a pesar de que la ola les destrozó la vida a la gente de la zona, lo primero éramos nosotros: los turistas. Aquella gente tenía que empezar de cero, no sabían en muchos casos nada de sus familias… pero aún así estaban ocupándose de traernos las maletas, de conseguirnos algo de comer.

No dijeron entonces que debíamos ir en un barco pesquero hasta a una isla cercana que no había sufrido tantos daños, pero nadie quería subir al barco porque temían que llegara otra ola. Poco a poco, la gente fue accediendo a subir a bordo, de hecho, muchos sólo accedieron porque les contamos que nosotros habíamos estado en el mar precisamente cuando pasó la ola y que habíamos estado más seguros allí que en la isla.

Las reacciones fueron muy dispares en ese momento. Nos dijeron que dejáramos las maletas y nuestras cosas porque primero iban a transportar a la gente y que luego ya volverían a por el resto de cosas. Hubo mucha gente que lo dejó todo, otra mucha no quería soltar las pocas pertenencias que les quedaban y cargaron con sus maletas hasta el barco para llevárselas… Yo encontré mi libro de El Quijote que estaba leyendo esos días en un sendero de la isla, empapado, preferí dejarlo allí.

Quienes nos recibieron en la nueva isla eran maldivos, familias humildes que vivían en casa muy pequeñitas y que se portaron muy bien, al igual que el personal del hotel, que siguió cuidando de nosotros hasta el final. Dormimos en el suelo de un colegio, que no tenía paredes, sólo los pilares y un techo chapado.

A algunos de nosotros los de la isla nos ofrecieron sus duchas para asearnos, pero todos estuvieron pendientes de nosotros… Tengo el recuerdo de la cara de la gente, sonrientes, muy preocupados mientras nos preparaban la cena. Como si nosotros que estábamos allí de paso hubiéramos perdido más que ellos.

Durante la noche, el personal del hotel se fue en los pequeños barquitos pesqueros a hacer señales de luz para pedir socorro. A la mañana siguiente supimos que una fragata militar paquistaní venía de camino. Tardamos horas en subir a bordo de la fragata. Se nos hizo eterno. Recuerdo que un turista británico que esperaba con nosotros se quemó entero bajo el sol porque, obviamente, no había cremas solares. Para llegar hasta la fragata, teníamos que ir en barquitos pesqueros y la gente seguía teniendo mucho miedo.

Tuvimos que cogerle de la mano a una señora durante todas esas horas esperando a subir a la fragata porque cada vez que pasaba una ola se ponía en tensión y murmuraba en inglés "Mierda, mierda, mierda". Darle la mano fue lo poco que pudimos hacer por ella.

Ya en mar abierto conseguimos subir a la fragata con ayuda de los militares paquistaníes. Teníamos que saltar y confiar en que el soldado que te esperaba al otro lado te agarrara con fuerza para no caer al agua entre el barquito pesquero y la fragata.

Nosotros éramos los únicos españoles en aquella fragata y solo teníamos el bañador y una toalla por vestimenta. Habíamos logrado rescatar nuestra maleta y algo de nuestra ropa, mojada, dispersa por la isla, pero básicamente estaba vacía. Aún la tengo en casa, la sigo utilizando. Durante horas fuimos fondeando en distintas islas rescatando a más personas. Cada vez había más y más gente en el barco.

Cuando llegamos a Malé, conseguimos llamar a España y decir que estábamos bien. Habían pasado más de 36 horas desde el terremoto sin que nuestra familia tuviera noticias nuestras y pensaban que lo más probable era que estuviésemos muertos. Por lo que nos han contado después, esas horas fueron muy duras para ellos también.

Poco después de llegar a la capital, un encargado de nuestra agencia de viajes nos informó de que al menos deberíamos esperar una semana para poder volar de regreso a España porque no había ni una plaza en los vuelos y nos instaló en un hotel.

A la mañana siguiente fuimos a comprar algo de ropa en un mercadillo de Malé. Hasta ese momento no me había dado ni cuenta de lo pequeñita que era la gente de Maldivas porque todo nos quedaba pequeño. Al regresar al hotel, el tipo de la agencia de viajes nos paró en el hall y nos dijo: Corred, recoged todo deprisa porque hemos encontrado un vuelo para vosotros. Lo que iba a ser una semana de espera se convirtió en menos de un día.

Unas horas después, llegamos a Zúrich y al salir del avión, en el que había psicólogos que iban fila a fila intentando hablar con nosotros, había varias pilas de ropa para que los que veníamos del Índico cogiéramos abrigos y jerseys para guarecernos del frío suizo.

Una de mis tías voló a Zúrich para recogernos en el aeropuerto. Íbamos a volar la mañana siguiente a España así que optamos por quedarnos en un hotel a pasar la noche. Al ir a tomar algo en el restaurante del hotel, vivimos una experiencia que a mí aún hoy me hace pensar.Los de la mesa de al lado nuestra, al vernos entrar con las pintas que llevábamos, se levantaron y se fueron.

Después de vivir el tsunami, tengo sentimientos encontrados. Por una parte recuerdo la gente se encerró en sí misma aquellas horas, y por otra parte recuerdo todos aquellos que a pesar de que habían perdido todo, o de estar muertos de miedo, intentaron hacer la vida de los que les rodeaban mejor.

Supongo que no se puede juzgar, yo no vi la ola y no sentí ese miedo, quizás hubiera reaccionado de otra manera de haberlo vivido como el resto. No he vuelto a bucear, no sé si volveré a hacerlo."